CIUDAD DE MÉXICO.
En 1979, una disputa laboral provocó el cierre del Sunday Times durante un año, el cual decidí dedicar a escribir una biografía de los Beatles. Mis colegas y mis amigos me aconsejaban que no perdiera el tiempo; para entonces, las palabras escritas y habladas sobre ellos debían contarse por miles de millones; todo lo que había que saber seguramente ya se sabía.
Me puse en contacto con los exbeatles para entrevistarlos, pero recibí la misma respuesta de los cuatro, a través de sus respectivos relaciones públicas: estaban más interesados en sus carreras en solitario que en remover el pasado. De hecho —como aún no habíamos aprendido a decir—, seguían en un estado de negación sobre lo que les había sucedido en los sesenta, una experiencia finalmente más monstruosa que milagrosa.
Es posible que en el rechazo de Paul vía Tony Brainsby también influyera aquella estrofa aparecida poco antes en el Sunday Times. Mis conversaciones con Brainsby fueron volviéndose cada vez más tensas hasta que un día me gritó “Philip… ¡vete a la mierda!” y colgó el teléfono con un golpe.
Entregué mi libro, Gritad, a mis editores a finales de noviembre de 1980, justo dos semanas antes de que asesinaran a John Lennon en Nueva York. Después de cinco años fuera del negocio de la música, acababa de lanzar un nuevo álbum, Double Fantasy, y estaba concediendo unas extensas entrevistas promocionales. Yo había dejado abierto el final de Gritad por si él accedía a hablar conmigo para el epílogo.
Y sí conseguí entrar en su apartamento, en el edificio Dakota… pero no de la manera que esperaba. Cuando el libro se publicó en Estados Unidos la primavera siguiente, viajé a Nueva York para aparecer en el programa televisivo Good Morning America. Durante la entrevista declaré que, según mi punto de vista, John no había sido un cuarto, sino tres cuartos de los Beatles. Yoko vio el programa y llamó al estudio de ABC para decirme que mis palabras habían sido “muy bonitas”. “Tal vez te gustaría venir a ver donde vivíamos”, añadió.
Aquella misma tarde me presenté en el Dakota, donde me enseñaron el inmenso y blanco apartamento de la séptima planta en el que John había criado al hijo de ambos, Sean, mientras Yoko se ocupaba de los asuntos financieros. Más tarde, en la oficina que ella tenía en la planta baja, sentada en una silla inspirada en el trono de un faraón egipcio, ella se explayó sobre las fobias y las inseguridades de John, así como la amargura que sentía hacia sus antiguos compañeros de grupo, en especial la otra mitad de la sociedad compositiva más grande del pop. Como suele ocurrir con aquellos que están de luto reciente, parte del compañero perdido parecía haberse trasladado al interior de ella; mientras escuchaba a Yoko, sentía que en realidad estaba oyendo a John. Y cualquier mención a Paul hacía que su rostro adoptara una tristeza invernal. “John siempre decía —me comentó en determinado momento— que nadie le había hecho nunca tanto daño como Paul.”
Esas palabras sugerían una conexión emocional mucho más profunda entre ellos dos que lo que el mundo jamás había sospechado —parecían las palabras de un amante despechado— y, naturalmente, las incluí en la descripción de la visita que publiqué en el Sunday Times. Una noche, después de la aparición del artículo, volví a mi apartamento londinense y la que entonces era mi novia me dijo: “Te ha llamado Paul”. Me comentó que quería saber qué había querido decir Yoko y añadió que parecía más molesto que enfadado. Al igual que había sucedido con John, se me ofrecía acceder a él demasiado tarde y de una manera que yo nunca hubiera imaginado. Sin embargo, en aquel entonces yo creía con ingenuidad que ya había escrito mi última palabra sobre los Beatles y su época. Por lo tanto, no intenté conseguir una respuesta formal de él al comentario de Yoko y luego ya no tuve más novedades al respecto.
La principal crítica que recibió Gritad, manifestada por el letrista sir Tim Rice, entre otros, era su excesiva glorificación de Lennon y su parcialidad contra McCartney. Yo respondí que no me consideraba “antiPaul”, sino que simplemente había tratado de mostrar al ser humano real tras aquella fachada encantadora y sonriente. En realidad, si quiero ser honesto, todos aquellos años que había pasado deseando ser él me habían dejado la sensación de que, de alguna manera poco clara, necesitaba vengarme. Mi dictamen de que John había representado tres cuartos de los Beatles, por ejemplo, era (como señaló Tim Rice) “rabioso”. El propio Paul detestó el libro, según me han dicho, y siempre se refirió a él como “mierda”*
Y, al final** —citando el cierre de Paul del álbum Abbey Road—, todos sus críticos se vieron frustrados. Wings se convirtió en un éxito de ventas y en una atracción en sus conciertos tan grande como lo fueron los Beatles.
La astucia con la que él mismo administró la banda y las inversiones en otros catálogos musicales (mientras, lo que era toda una anomalía, él no poseía los derechos de reproducción de sus canciones más famosas) le generó una fortuna mucho mayor que la de cualquiera de los demás beatles, superior incluso a la de cualquier otra persona del oficio, y que se calcula que ronda los mil millones de libras. Los antiguos rumores sobre su cicatería (¿acaso no me había dicho “soy un tacaño” en 1965?) se disiparon por sus frecuentes participaciones en conciertos benéficos y, de manera mucho más espectacular, por su creación de una academia de artes escénicas para instruir a jóvenes cantantes, músicos y compositores en los terrenos que ocupaba su vieja escuela de Liverpool.
Su matrimonio con Linda, que en su momento se consideró un error catastrófico, se convirtió en el más feliz y duradero del mundo del pop. A pesar de la inmensidad de su fama y su riqueza, la pareja consiguió mantener una vida familiar relativamente normal y evitó que sus hijos se convirtieran en los habituales niños mimados, abandonados y traumatizados que genera el negocio del rock. Aunque el público jamás aceptó del todo a Linda, sobre todo debido a su vegetarianismo militante y a su activismo a favor de los derechos de los animales, sí reconoció que había sido la mujer indicada para él, del mismo modo que Yoko lo había sido para John.
Paul parece haber logrado todo lo posible, no sólo en la música pop, sino en el mundo creativo en general: su oratorio clásico ha sido interpretado en la Catedral de Liverpool y aceptado en el repertorio de sinfonías de todo el mundo; una de sus obras pictóricas se exhibe en la Royal Academy of Arts; sus poemas se han compilado y publicado en una edición en tapa dura, lo que ha llevado a sugerir que si se lo nombraba poeta laureado sería una elección inmensamente popular. En 1997 se hizo caso omiso de su extenso historial de arrestos por consumo de drogas (entre ellos, nueve días en prisión en Japón) para permitirle recibir el título de caballero por su contribución a la música. Como se publicó en la revista Rolling Stone, él, sin duda, “no ha echado a perder su suerte como lo hicieron otras estrellas del rock”.
* El título original de Gritad es Shout!, de sonido parecido a shite. (Todas las notas son del traductor.)
** And, in the end.