jueves, marzo 28, 2024
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Así fue el robo al Museo Nacional de Antropología

La Noche Buena de 1985 -hace ahora 30 años- iba a ser, para los habitantes de la Ciudad de México, un tanto amarga. Tres meses antes habían sepultado a sus muertos, víctimas del terremoto del 19 de septiembre, y todavía estaba fresca la dolorosa herida abierta por esa tragedia. Como todos los años, sin embargo, la avenida Paseo de la Reforma estaba iluminada en un amplio tramo por miles de focos de colores pero, más al poniente, sólo el alumbrado público normal interrumpía la oscuridad del silencioso y milenario bosque de Chapultepec.

En el Museo Nacional de Antropología (MNA), enclavado en la zona, siete elementos de la Policía Bancaria e Industrial y un bombero estaban de guardia y, como parte de sus obligaciones, debían recorrer cada dos horas los 15 mil metros cuadrados que tienen las entonces 26 salas de exhibición, para comprobar que todo estuviera en orden.

Pero como sus relojes marcadores estaban descompuestos y además iban a celebrar la Navidad, o a dormir, es probable que tales rondas no se hayan llevado a cabo, lo cual facilitó el trabajo de Carlos Perches Treviño y Ramón Sardina García, dos estudiantes que desde meses atrás habían venido planeando robar el que André Malraux llamó “el museo más bello del mundo”. Posiblemente, como indicaron algunas versiones después, los bandidos habían sido convencidos de cometer el pillaje por un narcotraficante de apellido Serrano que deseaba piezas del mundo prehispánico, previamente seleccionadas, para usarlas en ritos idolátricos.

La versión original de este texto fue publicada en la revista bimestral En Todamérica, en 1989. (El autor publicó en 1987 los libros El gran reportaje de los mayas (Editorial Posada, tres ediciones) y Los dioses secuestrados. Saqueo arqueológico en México (Sedena). Agotados, ambos.

El robo

Cualquiera que haya sido el móvil, lo cierto es que en la madrugada del día 25 ambos sujetos llegaron al Museo en un VW, saltaron la reja de dos metros de alto rematada con puntas sobre el Paseo de la Reforma, y entraron antes de que pasara la patrulla que, según la Delegación Miguel Hidalgo, recorría por las noches todos los museos instalados dentro de Chapultepec. Ya sabían los bandidos que cerca de una réplica del edificio maya Hochob, de Campeche, estaba sin cerradura una compuerta del sistema de aire acondicionado, al parecer en proceso de reparación, y que las chapas de las puertas que hallaran a su paso, estaban descompuestas. Así, llegaron fácilmente al sótano y luego subieron a la Sala Maya.

Ésta es majestuosa por su altura, por los numerosos dinteles y estelas que exhibe, por el gran mural que muestra aspectos de la vida cotidiana de los mayas, porque desde sus enormes puertas de cristal se ve la reproducción a escala natural y de su ambiente selvático, de los templos de Hochob y Bonampak, y de una estela de Quiriguá, todos ellos de más de mil años de antigüedad. Pero a Perches y Sardina no les interesaban los tesoros arquitectónicos y escultóricos. Iban por una serie de pequeñas y valiosas piezas que ya tenían ubicadas previamente, de manera que avanzaron sin vacilación hasta la vitrina número 10, quitaron con relativa facilidad el cristal, sabedores de que no había sistema de alarmas, sustrajeron 28 de los 30 objetos que allí había y los depositaron con todo cuidado en la bolsa que llevaban junto con un maletín. Con inaudita sangre fría, los hampones estaban, simultáneamente, rompiendo el discurso museográfico, hiriendo el orgullo del pueblo mexicano y cometiendo el segundo robo que sufrían las piezas que, durante alrededor de medio milenio, reposaron en el fondo del cenote sagrado de Chichén-Itzá. En efecto, entre las figuras que estaban siendo arrancadas de su nueva morada dentro del Museo, todas del periodo posclásico maya (889 a 1697 d.C., según Sylvanus G. Morley),destacaban cuantitativamente objetos de oro, laminado o fundido, producto de las exploraciones que hizo en el cenote, en la primera década del siglo XX, el cónsul estadunidense Edward Herbert Thompson.

Este investigador sacó más de cuatro mil piezas de oro, cobre, jade, tumbago, copal, pedernal, obsidiana y textiles, pero no encontró las grandes cantidades de metal precioso que esperaba y que, según había leído en un libro del obispo Diego de Landa (el que quemaba libros), constituía la mayor parte del tesoro áureo de los nativos. Sin embargo, Thompson envió una buena cantidad del botín al museo Peabody, para el cual trabajaba. Y las laminillas zoomorfas y antropomorfas de oro repujado, así como las piezas de oro fundido que llegaron de América central hasta el cenote por medio del comercio, y que fueron a parar a la maleta de los ladrones del MNA, habrían sido lo único que se recuperó de aquel saqueo.

Las piezas

Había algo más de gran atractivo para robarlo aquel 25 de diciembre de 1985, dentro de la vitrina 10 del Museo Nacional de Antropología (MNA): tres estupendos discos de madera cubiertos de mosaico de turquesa, concha, coral y jadeíta, procedentes de las pirámides de El Castillo y Templo de los Guerreros, también de Chichén-Itzá. Imposible dejarlos: su perfección geométrica, sus motivos serpentinos, su condición de ejemplos de la alta capacidad técnica y estética que alcanzaron los mayas en los últimos ocho siglos de una civilización varias veces milenaria, siempre los harán codiciables. El botín de los dos bandidos, Carlos Perches y Ramón Sardina, apenas comenzaba a integrarse. Se dirigieron hacia el capelo número 8, que aún sin medidas de seguridad no era fácil de remover, y tomaron un pendiente de concha en forma de pez, un fragmento de pectoral de jade con una figura humana de perfil, en relieve, y dos piezas en hueso, de singular belleza: un personaje ricamente ataviado y tocado de plumas, y un reptil con escenas humanas talladas en su vientre. Y luego vino el golpe maestro en la Sala Maya: un tesoro compuesto por 32 piezas de jade, procedentes de la tumba del Templo de las Inscripciones, cuyo descubrimiento en 1952 por Alberto Ruz Lhuillier reveló que sí hubo en Mesoamérica pirámides con usos funerarios, igual que en Egipto. Este conjunto fue parte del robo. ¿Sabían los ladrones su valor cultural o solamente el económico? El jade era considerado un material más valioso que el oro y los mayas no escatimaron esfuerzos para conseguirlo pues, según los geólogos actuales, sus yacimientos son raros en este territorio. El artículo más importante de este lote, cuya antigüedad se remonta al periodo clásico tardío (600 a 900 d.C.) es la máscara de magnífica factura a base de unos 200 fragmentos de jade, con ojos de concha e iris de obsidiana, encontrado dentro del sarcófago donde estaban los retos del monarca Pakal o Pacal, “Escudo Solar”, al que muchos llamaron “el astronauta de Palenque” por el parecido de la imagen grabada en su lápida, con el de una cápsula espacial. Las demás piezas eran ornamentos de aquel gobernante: una diadema, collares, orejeras, anillos y cuentas y dos figuras del templo XVIII: una máscara de mosaico de jade procedente de la tumba 3 y una cabeza de murciélago, de perfil, de la tumba 2.

Así de fácil fue el robo

No era suficiente. Los ladrones salieron al amplio patio interior, tomaron hacia la izquierda y entraron a la sala de las culturas de la Costa del Golfo. Nada ni nadie franquearon su paso, nada les impidió quitar allí un capelo dentro del cual había figuras a escala representando una escena, romper la única de ellas que no era auténtica, sino replica confeccionada para completar el conjunto, y abandonar todo para dirigirse a la contigua Sala Oaxaca. En ese sitio abrieron la vitrina número 7 y, sin el menor escrúpulo, se apoderaron de 73 piezas de orfebrería -había 75- representativas del arte que desarrolló la cultura mixteca o que fueron obtenidas por la vía del intercambio o del tributo, de lugares tan distantes como Veracruz, Guerrero y Tenochtitlan. Zaachila, la Mixteca, Valle Nacional, Yanhuitlán, Tututepec, Nochistlán, Teotitlán del Valle y del Camino, Tlacolula, Monte Albán, Tilantongo y la ciudad de Oaxaca, eran los lugares de origen de tan hermosas joyas, elaboradas hace entre 500 y mil años con gran maestría y calidad estética, con técnicas complejas como el repujado, la soldadura de componentes y la fundición, principalmente por el método de la cera perdida. Entre pectorales, collares, pendientes, discos, cascabeles, anillos, orejeras, narigueras y ornamentos para los labios, destacaba en el botín un pectoral proveniente de Yanhuitlán, con forma de escudo o “chimalli”, trabajado con oro y turquesas. Una perfección de 7.7 centímetros de alto por 8.3 de ancho que tiene grecas en el centro, está atravesado por cuatro flechas y le cuelgan once cascabeles alargados. En la Sala Oaxaca, sin embargo, había otra pieza tentadora que estaba en la mira de los rateros, perfecta además para los ritos idolátricos a que supuestamente iban a destinarse los objetos del hurto. Se trataba de una máscara representativa del Dios Murciélago de los zapotecas, formada por 25 piezas de jade, seis de concha y tres de pizarra. Esta era la pieza más antigua (450 d.C.) de las que habrían de ser robadas.

Captura de los delincuentes

Las piezas que fueron hurtadas permanecieron en el closet de una recamara durante aproximadamente cuatro años. Entre las más importantes estaban la máscara zapoteca del dios murciélago, la vasija azteca de obsidiana con forma de mono, casi la totalidad de la ofrenda de la tumba del rey Pakal procedente del Templo de las inscripciones de Palenque, y el pectoral de Yanhuitlán con forma de escudo con flechas y cascabelas. Al momentos de su detención, las autoridades mexicanas no esperabana que se tratarán de dos chicos de clase acomodada que habitaban en Ciudad Satélite, Estado de México.

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